El gran matemático, esoterista, pitagórico y francmasón italiano Arturo Reghini tuvo el indiscutible mérito de haber sido el primer intelectual del siglo XX en afirmar la clara ajenidad de la doctrina cristiana del contexto de la más pura y genuina Tradición Occidental. Y lo hizo de una manera que autores de la talla de Julius Evola y René Guénon no supieron hacer. Este último, en particular, consideraba fundamentalmente a Occidente ya inevitablemente decaído, irrecuperable, y dirigía cada vez más su mirada e interés hacia Oriente y las tradiciones orientales. Mientras tanto, Evola no tardó en abandonar la idea de una gran y sólida Tradición iniciática helénico-romana y mediterránea, a la cual, por lo demás, no solo nunca había pertenecido, sino que nunca había comprendido y en la que, además, nunca había creído íntimamente. En cambio, desembarcó, siguiendo el delirio antihistórico de autores como Johann Jakob Bachofen y Alfred Rosenberg, en las brumosas costas de un falaz nordicismo racista que despreciaba toda mediterraneidad y todo espíritu helénico, eleusino o pitagórico, y, posteriormente, del peor y más perjudicial medievalismo cristiano-germánico de memoria carolingia, todavía hoy tan querido por muchos autoproclamados "neopaganos" ingenuos cultores de runas y de las novelas de Tolkien (a menudo sin siquiera haberlas leído).
Se trataba, por otra parte, del mismo Evola que se permitía impunemente poner en duda la continuidad gradual entre los Pequeños y Grandes Misterios (¿qué pretendía saber?) y que negaba rotundamente con repulsión y espanto el origen exquisitamente etrusco de la espiritualidad y la religiosidad romanas, avalando tesis abstrusas y antihistóricas sobre la antigüedad según las cuales una presunta "progenie aria", viril y solar, procedente nada menos que del Polo Norte, habría fundado Roma, ¡barriendo con el "barro humano" lunar y matriarcal!