Gabriel, viudo y maestro jubilado pontevedrés, disfrutó de la vida y de su absoluta implicación en la educación académica y social. Su defecto o virtud era ser culé, moderado; creía que vivía el mejor momento futbolístico del club. Al cumplir los setenta, ingresa en una residencia motu proprio y contra las opiniones de sus más cercanos. Además de fundamentar que su propósito era estar a diario sin prisas con gente de su clase, tenía una deuda moral e inconfesable que quería cumplir. En el centro elegido con su hijo, se encuentra a Carolina, la directora, su amor platónico desde la adolescencia hasta que se perdieron de vista. A ella la encontró casada, con dos dramas en casa que causarán un vuelco en la vida relajada de Gabriel. El residente podía presumir de encontrarse en plenitud de facultades de todo tipo y se servía de su privilegiada memoria para entablar amenos diálogos.