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Ocurrió en los albores de los tiempos... La omnipresencia le asignó a cada Dios velar por un pedazo de la tierra. A la diosa del sol, Amaterasu, le otorgó proteger las islas del sol naciente. Con el devenir de los siglos, Japón se enzarzó en sangrientas guerras territoriales que no tenían fin. Amaterasu, incapaz de meter en cintura a los señores de la guerra, envió a su nieto, Minigi no Mikoto, a pacificar su territorio. Para esa ardua misión le fueron entregadas tres joyas sagradas —un espejo, un collar de joyas y una espada protegida por una serpiente de ocho cabezas—. Una vez sometidos los hombres y calladas sus armas, las tres joyas fueron entregadas al primer emperador de Japón para que gobernara el imperio con sabiduría, benevolencia y valor. En el año 1274 y posteriormente en 1281, el emperador Kublai de la dinastía Yuang de China, nieto de Gengis Khan, que gobernaba toda Asia, envió sus hordas a invadir Japón. Lo que no sabía el conquistador era que los dioses del imperio del sol no se iban a quedar de brazos cruzados...