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En enero de 1871 aparecieron algunos casos de fiebre amarilla en los barrios de San Telmo y Concepción. Las medidas preventivas y de aislamiento fallaron, y la enfermedad se diseminó rápidamente por toda la ciudad. A diferencia del cólera unos años antes, esta epidemia parecía no tener fin. Entre enero y abril. Hubo más de 13.000 víctimas, con picos de 500 muertes diarias en Semana Santa. ¿Cómo reaccionó la sociedad frente a la crisis? ¿Cómo actuaron las autoridades? ¿Qué cosas cambiaron para siempre desde entonces? Morir en las grandes pestes nos sumerge en esa Buenos Aires colapsada.
Maximiliano Fiquepron articula un relato extremadamente vívido de los acontecimientos que pusieron en suspenso la vida cotidiana. Como las guerras o las revoluciones –nos dice–, las epidemias revelan mucho sobre las relaciones de clase y las prioridades del arte de gobernar. Lejos de impactar a todos por igual, la fiebre amarilla expuso que un tercio de la población, en general artesanos o trabajadores poco calificados, vivía en inquilinatos con servicios sanitarios deficientes, que se convirtieron en focos de infección. La elevadísima cantidad de muertos pobres e indigentes confirmaba desigualdades en materia de vivienda y alimentación. El autor examina también cómo se impuso una memoria de la epidemia que invisibilizó el accionar estatal y exaltó las prácticas autogestivas de algunos vecinos.
A contrapelo de esta versión, Fiquepron reconstruye cómo las comisiones parroquiales de higiene que trabajaban en la detección y asistencia lo hacían en estrecha articulación con la Municipalidad, y cómo fueron institucionalizándose en ese marco, al tiempo que el Estado promovía leyes en materia de salud y avanzaba en la creación y control de cementerios.