Antología de crónicas periodísticas Versión comunista de la barbarie Farc-narcotráfico

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By Alfredo Molano Bravo

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Con cierta nostalgia no exenta de una sutil alegría, he revivido en estos relatos autobiográficos y de personajes anónimos los días en que todo lo que caía en mis manos era nuevo: el río Guayabero con sus orillas desbarrancándose en la época de la lluvia blanca y de crecientes llamadas conejeras que arrancaban árboles gigantescos como si fueran hojas secas; las colonas haciendo cola en las peluquerías de San José del Guaviare para mandarse cortar el pelo y maquillarse, dejando sus botas de caucho en la entrada; las droguerías —las farmacias habían pasado de moda— llenas de gente esperando turno para inyectarse sueros reconstituyentes —azules, rojos y morados—, y unas casas en la periferia de pueblos nuevos a donde llegaban los campesinos con caras temblorosas y salían resplandecientes de felicidad, pisando firme y mirando a la cara. Era otro mundo.
Un mundo que parecía recién nacido, cuyo secreto todos conocían y sobre el cual nadie osaba hablar, como si al nombrarlo fuera a escabullirse. Eran gentes que traían a cuestas un pasado ignominioso y miserable, que habían atravesado el valle del Magdalena y trasmontado la Cordillera Oriental para tumbar la selva y encontrar un lugar donde los niños pudieran volver a comer panela, las mujeres leche de la palma milpé para amamantar a sus crías y las bestias revolcarse en el suelo para quitarse el peso de las enjalmas y el peso que las enjalmas llevaban.
Los pueblos eran hervideros los domingos, y los lunes se vaciaban hasta de los maestros de escuela y los curas párrocos. Los policías y los soldados se mantenían en alerta constante. Ni unos ni otros sabían ya de aquellos oficiales que astutamente habían regalado a los indios huitotos uniformes del Ejército para que les cargaran los equipos de guerra cuando iban a combatir a los peruanos en Guapi; tampoco los policías recordaban a otros policías que se habían ahogado en el río Guaviare al arremolinarse en un costado del planchón en el que navegaban para ver los caimanes asoleándose en un playón.
Eran las primeras autoridades que pasaban el raudal de Mapiripán hacia donde medio siglo después los paramilitares entrarían a saco contra la población acusada de prestarles auxilio a las guerrillas.
Más allá, por otros ríos de aguas cristalinas que el sol y las sombras de las matas de monte hacen cambiar de un anaranjado sutil a un sepia oscuro, nacen ojos de agua protegidos por morichales y esteros, donde anidan las garzas que lograron sobrevivir a las grandes matanzas que por concesión permitía el gobierno a particulares para exportar las plumas altivas de la cabeza de esos pájaros tristes para que las señoras de la crème de París las lucieran en sus sombreros extravagantes en Les Champs-Élysées.

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