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El 15 de junio de 1812 dos jóvenes señoritas, Amelia Sedley y Rebecca Sharp, terminan su educación en la escuela de la señorita Pinkerton en Chiswick Mall y reciben como regalo de despedida un ejemplar del Diccionario de Samuel Johnson. Lo primero que hace Rebecca es tirarlo por la ventanilla del coche que ha ido a recogerlas, para escándalo de su amiga. Y queda así, esbozado desde el primer capítulo, el carácter de ambas heroínas: Amelia (hija de un agente de bolsa), dulce, modosa, conforme con su destino; Rebecca (huérfana de un pintor del Soho y una corista francesa), arisca, con pocos miramientos, nunca conforme con nada. Parece que el destino de esta última, sola en el mundo y sin status ni relaciones, será arriesgarse y engañar –la astucia está de su parte−, y el de su amiga, sobreprotegida y cándida, verse expuesta y engañada. La Feria de las Vanidades (1848) es, como reza su subtítulo, una «novela sin héroe», pero «si esta es una novela sin héroe –dice el narrador−, exijamos que tenga al menos una heroína». Ese mismo narrador, uno de los más espectaculares y divertidos de la historia de la novela universal, parece decantarse por la sufrida Amelia, pero algo nos hace sospechar que sus más íntimas simpatías están con la aventurera Rebecca. Enfrentadas las dos, en todo caso, a los azares de la vida, del amor y de la Historia −el regreso de Napoleón y la batalla de Waterloo−, que afecta, más a que a nadie, a los «no combatientes», ninguna de ellas escapará a la necesidad de sobreponerse a los reveses y a la adversidad. William M. Thackeray, afirmó Charlotte Brontë, «es único. No puedo decir más, no diré más».