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Portugal es una tierra propicia a saludables reconsideraciones, un lugar ideal para librarse de ciertos tópicos funestos: en la península ibérica, por ejemplo, la primera gran ruptura de una civilización tuvo lugar no a principios del siglo VIII –un periodo asociado tradicionalmente a una de las mayores “invasiones” árabes–, sino más bien durante la “reconquista” cristiana, con la introducción en los territorios del sur de las primeras guarniciones extranjeras y un nuevo orden social. En efecto, contrariamente a lo que afirman algunos mitos, fue precisamente porque el formidable desarrollo de las rutas marítimas había abierto ya la región al intercambio de bienes e ideas por lo que la civilización musulmana no tuvo que imponerse por la fuerza de la espada, sino que pudo integrarse fácilmente en las prácticas y modos de vida autóctonos. Por otra parte, al ser la región más bien excéntrica respecto a los centros políticos de Córdoba y Sevilla entre los siglos VIII y XIII, no fue objeto de grandes planes religiosos o palaciegos, y la repetida eclosión de autonomías regionales recibía inmediatamente la adhesión de los lugareños. Cinco siglos de presencia musulmana no dejaron huellas espectaculares, sino volúmenes, técnicas de construcción, complementos funcionales o decorativos de la arquitectura popular que quedaron profundamente marcados por la simbiosis andalusí. Sin ella, no podría explicarse la explosión de la decoración mudéjar en el siglo XVI, del arte manuelino y del gótico alentejano, donde audaces bóvedas se combinan con delicados marcos y con hermosos y coloridos revestimientos de azulejos. Este legado “morisco” también se aprecia hoy en todo un mosaico de detalles: el lamento de los cantos populares de Alentejo, la urdimbre de las telas de Coimbra, la elaborada ornamentación de la cerámica de Redondo, la organización de los jardines o el sabor de un escabeche. O, aún en nuestros días, sigue susurrando la leyenda de la mora encantada.