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La obra de Caballero es el retrato de una época vista desde la perspectiva del protagonista, un soldado de la clase media. Su valor histórico radica en demostrar que la realidad colombiana, después de dos siglos, es inmutable.
Don José María Caballero escribió en las páginas de su diario un documento valiente sobre la historia de Bogotá. El cronista se ganó un puesto en los aposentos de Clío porque fue testigo de los acontecimientos y protagonista de sus realidades.
Entrar al mundo de Caballero requiere romper los esquemas decretados por los cuenteros oficialistas. El libro es rico en circunstancias tenebrosas, hechos escandalosos, vivencias heroicas, opiniones traicionadas, luchas vandálicas, comentarios castizos, críticas ácidas y verdades lapidarias.
La vivencia, capturada con la pluma cotidiana y callejera del diarista, que no es un estilista del lenguaje, abarca principalmente los años sin rumbo moral que van desde 1810 hasta 1819. La lectura de esta obra imperecedera bastaría para reformar los textos escolares. Las cartillas están plagadas de eufemismos conciliadores, homenajes inventados, chismorreos baratos y discursos grecorromanos sobre unos sujetos que no merecen ni el pedestal ni el bronce.
El Diario pagó un duro precio por mostrar a los ídolos de barro en toda la extensa grandeza de su miserable pequeñez.
Los apuntes tienen una cicatriz horrenda. Ella es el producto de una mutilación practicada por quienes debieron protegerlos como a un valioso bien cultural.
Los manuscritos estuvieron bajo el cuidado anónimo del olvido. Hasta ahí la amnesia lo cuidó bien. En 1902 regresó a la luz civilizadora de la academia para sentir la censura inquisidora del fuego.
El acto, propio de los bárbaros, fue practicado por Pedro María Ibáñez y Eduardo Posada. Los dos ostentaron el título de eximios historiadores. La dupla fatal cercenó los folios porque a su ‘juicio’ no aportaban nada.
¿Qué se perdió? Nadie lo sabe. Los renglones sobrevivientes bastan para comprender el porqué los sucesos patrios pasaron del maquillaje novelesco a la cirugía reconstructiva y sin identidad.
La cruel herida del Diario le permitió andar con esa mutilación propia de los grandes guerreros. No en vano su autor estuvo en las trincheras de la primera masacre civil nacional. Desde el parapeto se denunciaron las falacias de los ‘prohombres’ con alma de virreyes.
Diario