La productividad se ha convertido en el nuevo criterio de valor. Ya no se vive para existir, sino para rendir. Cada instante debe traducirse en entrega. Cada gesto, justificado por su función. Incluso el silencio resulta sospechoso. El descanso, una indulgencia dudosa. El ocio, un error que conviene corregir.

La utilidad se ha transformado en exigencia ontológica. Solo lo que sirve permanece. Todo lo que resiste la lógica del aprovechamiento —la contemplación, el pensamiento lento, la presencia sin función— es descartado o patologizado. El hacer ha reemplazado al ser. La eficacia, al sentido.

¿Y qué queda de la vida cuando solo se permite bajo condición de rendimiento? ¿Qué sobrevive del humano cuando hasta la alegría necesita justificarse? Tal vez sea hora de reaprender a habitar el tiempo sin meta, a valorar lo que no genera beneficio, a proteger lo que no sirve. Porque una existencia que solo se justifica por su utilidad ya no es vida —es cálculo.