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El autor retoma el relato de una vida de desamparo y violencia la noche en que a los dieciséis años, herido de varios balazos, entra a un instituto de menores. Con una prosa madura -cruda y directa-, González nos lleva a un mundo que conoce como pocos. Y como pocos, se aleja de todo cliché.
La caída es insoportable. Arden las heridas de bala, desespera la soledad, se subleva la sangre que reclama cocaína, poxirrán y pastillas. ¿Y ahora? Tras las rejas, las voces de otros pibes quieren captarlo para uno de los dos bandos enemigos que manejan el instituto de menores. Todos han visto su caso en la tele: vinculado a un secuestro, es ya una leyenda. Mal presagio. La gravedad de la acusación prevé años de cárcel y el Rengo yeta deberá aprender rápidamente sus códigos: jamás demostrar miedo, atacar antes de defenderse, ser macho. La enfermería en la que lo ubican es una extraña isla adonde llega atenuada la agonía de los pabellones. Pero cuando arriben un par de adolescentes de clase alta, la desigualdad y la injusticia le provocarán tal shock que amenazará con su desintegración emocional. Si en El niño resentido César González desplegaba la impetuosa fortaleza de una infancia en la villa, en su segunda novela autobiográfica retoma la narración para sumergirnos en el hueco que separa la calle del encierro. La vida de la muerte.
La crítica dijo:
«Este es un libro que cuenta el fin de la infancia villera sobre la acribillada carne de su protagonista. A veces no sé cómo César ha sobrevivido a tantas violencias —empezando por la estatal—, pero sé que lo hizo para alzar su voz, cual ave fénix tumbera, y traernos este relato descarnado de lo que nunca debe volver a repetirse. Y sí, la educación artística salva y empodera también esas vidas que muchos todavía considerarían despreciables».
Dolores Reyes
«César González es un artista de los de antes. Asusta, enternece, no les teme a sus demonios, por ende, tampoco a los de sus lectores. Enmarcado en la más genuina tradición de los inaceptados, su pluma levanta vuelo y ruge con esa delicada elegancia que tiene también al hablar. Invierte las maldiciones de la marginalidad y acusa con su dedo invisible a toda una sociedad que no ha hecho más que marginalizarse en los patíbulos de la ignorancia y la violencia contra los más débiles, en la falsa comodidad de una realidad alienante».
Fito Páez