Camila Findlay no está huyendo. O al menos eso intenta creer mientras las estaciones cambian, mientras los árboles de Los Ángeles se tiñen de oro y cobre, mientras se aferra a la música como si pudiera salvarla de sí misma. El pasado aún duele, pero empieza a doler distinto. Ya no arde; late.

Entre clases de danza, teoría musical y ensayos que rozan el vértigo, Camila tropieza con algo que no esperaba encontrar: una banda. Todo comienza con una improvisación casual junto a Charles Reeve —guitarrista de mirada serena y acordes precisos— y pronto se transforma en un refugio inesperado. Jared Morita, Paul Stasiuk y Chester Ferrara completan ese pequeño universo donde las cuerdas, los silencios y las miradas dicen más que muchas palabras. Gaia's Cry no es solo un nombre: es un idioma común para almas que arrastran más de lo que muestran.

A este grupo singular se suma Brenda Kensington, amiga y confidente de Camila desde los días de internado en Trieste. Con su energía irreverente y su lealtad feroz, Brenda le aporta una nueva fuerza al conjunto. El talento auténtico de la banda —crudo, íntimo, vibrante— no pasa desapercibido. Muy pronto, el reconocido representante George Matthews posa los ojos sobre ellos y, con una propuesta tentadora, los empuja hacia una proyección que ninguno se había atrevido a imaginar.

Pero la música no es el único escenario donde se pone a prueba. Camila es seleccionada para participar en una producción universitaria de West Side Story. No interpreta a María, pero forma parte del grupo de las Shark, y desde allí, se enfrenta a una versión artística de la tensión que vive internamente. Para sorpresa de todos, el elenco de la puesta original de El Fantasma de la Ópera —con sede en Nueva York— llega como invitado especial para acompañar el montaje. Entre ellos está Liam, su hermanastro, con quien el pasado compartido vibra aún bajo la superficie. La tensión entre ellos —emocional, artística, casi eléctrica— empieza a tomar forma en escena y fuera de ella, Ambos se esfuerzan por mantener la distancia, por no cruzar líneas que podrían no tener regreso. Pero lo no dicho, lo no resuelto, vibra demasiado cerca.

Mientras tanto, al otro lado del mundo, en Verona, Paolo Sartori pedalea con determinación por rutas que apenas comienza a descubrir. Tiene once años, y su destreza sobre la bicicleta ya ha captado la atención de patrocinadores que ven en él una promesa en ciernes. Sueña con llegar más lejos, sin saber aún hacia dónde. Sus músculos se tensan, su temple se afina, su carácter se moldea entre esfuerzo y viento.

Ignora que su camino se cruzará, algún día, con el de una joven que todavía canta entre dudas. Pero el destino, paciente y silencioso, ya está escribiendo los primeros compases de esa partitura común.

En este segundo volumen de Canción a Verona, las crisálidas comienzan a agrietarse. Aún no hay vuelo, pero sí vértigo. Camila busca una voz que no sea solo hermosa, sino verdadera. Liam baila en el filo entre la admiración y la negación. Paolo empieza a intuir que hay algo más allá del ciclismo y del horizonte. Y el otoño, con su belleza frágil y su transformación inevitable, los envuelve a todos.