Toda experiencia humana auténtica implica confrontarse, en algún momento, con el dolor,

la pérdida, la frustración o la adversidad. Estos momentos críticos nos sitúan en una

encrucijada psicológica y existencial donde debemos decidir cómo responder a aquello que

no está en nuestras manos cambiar. En estas circunstancias, emergen dos actitudes que

superficialmente pueden parecer semejantes, pero que en realidad conducen a caminos

existenciales radicalmente distintos: la aceptación y la resignación.

Ambas implican, en apariencia, una forma de rendición ante lo inevitable, pero en su

núcleo representan posturas opuestas frente a la vida, al sufrimiento y al poder personal.

Mientras que la resignación es pasividad, desaliento y desconexión de uno mismo, la

aceptación es lucidez, fuerza interior y apertura al sentido. En el proceso de

recuperación —ya sea de una enfermedad, una pérdida, una ruptura, un trauma o una

adicción— esta distinción es vital. El modo en que se enfrenta el dolor determina si la

persona avanza hacia la sanación o queda atrapada en una espiral de estancamiento

silencioso.