Aquel abril de 1935, con los montes aún salpicados de nieve y la tierra desperezándose tras el largo invierno, trajo consigo a Clara Dubois, una joven educadora oriunda del norte de Francia, hasta el corazón silente de las montañas leonesas. Había aceptado el cargo como maestra en un internado de niñas ubicado en Astrolanco, un pequeño pueblo suspendido en el tiempo, marcado por carencias materiales y una profunda dependencia de sus creencias más antiguas.

Desde su llegada, Clara comprendió que su labor no se limitaría a impartir conocimientos académicos. El entorno le presentaba retos que iban mucho más allá del aula: debía abrirse paso en una comunidad envuelta en el temor a lo desconocido, regida por una arraigada visión del mundo donde la tradición y la autoridad espiritual se imponían sobre toda novedad.