Vivir sin egoísmo no significa anularse o desatender las propias necesidades. Es más bien

una transformación de la conciencia, en la que el "yo" deja de ser el centro absoluto para

dar paso a una percepción más amplia de la existencia. Se trata de integrar el bienestar

propio con el bienestar de los demás, reconociendo que no estamos separados, sino

profundamente conectados. Aprender a vivir de esta manera requiere paciencia, voluntad y

apertura, pues implica cambiar patrones profundos de comportamiento y pensamiento.

El egoísmo: una prisión invisible

El egoísmo es una de las trampas más sutiles y poderosas que enfrenta el ser humano. A

simple vista, puede parecer una estrategia natural de supervivencia: cuidar de uno mismo,

priorizar las propias necesidades, proteger los intereses personales. Sin embargo, cuando el

egoísmo se convierte en el eje central de la vida, se transforma en una prisión invisible que

limita nuestra capacidad de amar, de crecer y de ser realmente libres.

El egoísmo nace del miedo. Tememos no tener suficiente amor, recursos, reconocimiento o

seguridad, y en respuesta, cerramos nuestro corazón y restringimos nuestro mundo. Nos

convencemos de que debemos anteponer nuestro bienestar al de los demás para sobrevivir.

Esta mentalidad, aunque comprensible desde un punto de vista evolutivo, es profundamente

limitante en el plano espiritual y emocional.